dissabte, 17 d’octubre del 2015

16 DE OCTUBRE DE 1936. VILLAFRANCA DEL BIERZO. UN CAMIÓN DE GASEOSAS, SEGUIDO POR UN COCHE CON CUATRO PISTOLEROS DE FALANGE, LLEVA A TRECE CIVILES REPUBLICANOS DETENIDOS. ENTRE ELLOS EMILIO SILVA FABA.

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16 DE OCTUBRE, TAL DÍA COMO HOY, DE 1936. VILLAFRANCA DEL BIERZO. UN CAMIÓN DE GASEOSAS, SEGUIDO POR UN COCHE CON CUATRO PISTOLEROS DE FALANGE, LLEVA A TRECE CIVILES REPUBLICANOS DETENIDOS. ENTRE ELLOS EMILIO SILVA FABA, DE 44 AÑOS. EL HOMBRE QUE ESCRIBIÓ PARA SU HIJO UNA PANCARTA EN LA QUE SE LEÍA: "¡QUEREMOS EL GRUPO ESCOLAR, VIVA AZAÑA!". 

Se sienta en el catre de la celda, con el cuerpo inclinado hacia delante y el rostro apoyado en las palmas de las manos, que ha colocado sobre sus rodillas. Escucha los primeros ruidos en el piso superior, el alboroto, las pisadas, las risotadas al alardear que esa noche van de caza, el ruido de sus botas mientras gritan ¡Arriba España! y se cuadran con el brazo en alto, con el odio alto.

Sabe qué significa, lo que se le viene encima, el giro que ha dado el reloj de arena de su existencia, el firme trazo con el que la muerte comienza a escribir su nombre, sus apellidos, la fecha de su nacimiento y la de su defunción; el desastre que se avecina en la biografía de su mujer y de sus hijos, porque conoce cómo tratan a las viudas, cómo las humillan, las insultan sin rastro de la caridad cristiana que dicen predicar.

Inspira aire profundamente sobre sus manos y entonces detecta el olor de su hijo Manuel que debe adherirse a sus dedos cuando su brazo atraviesa las rejas de la celda y le frota el cabello, antes de verle desaparecer subiendo las escaleras y despedirse de él para siempre. Aquel aroma es el último hilo que une sus sentidos con su familia y entonces lo rastrera lentamente entre los dedos, lo busca, lo necesita como una puerta por la que huye del miedo y la desesperación.

Detiene su pensamiento en una imagen plástica y respira lentamente para no agotar ese olor que es un puente que le une a su vida. Entonces descubre un rincón entre los dedos índice y corazón donde lo percibe de un modo más intenso y detiene su nariz sobre él para olfatearlo, para saborearlo y concentrarse en un momento feliz junto a sus hijos, junto a Modesta, la mujer a la que tanto ama. Están en Pereje, entrando en la casa que han construido con sus propias manos para su familia. Es la primera noche que van a pasar allí y él se siente orgulloso después de dos años y medio de duro trabajo.

Los gritos aumentan en el piso superior y alguien avisa a los detenidos de que se vayan preparando. Él ve a su hijo Emilio, al que la faltan dos días para cumplir diez años; camina sobre el muro de piedra que limita la parcela sobre la que ha edificado el hogar en el que soñó envejecer y cuando consigue cruzarlo y mantiene el equilibrio salta y sale corriendo hacia la primera piedra para repetir su hazaña.

Ramón está golpeando dos piedras que chisporrotean. Las sujeta fuertemente y repite el gesto porque busca el punto justo entre el choque y la fricción para que salgan las chispas más grandes. Está sentado en el suelo, junto a la entrada de la casa, con las piernas estiradas a abiertas.

Manuel tiene cinco años y se ha subido a una piedra de trescientos kilos que tuvieron que traer sobre un carro y han puesto a la entrada de la casa, justo a la izquierda de las escaleras. Escala la piedra, se sienta en su cima y se deja caer como si estuviera sobre un tobogán.

Rosario está conversando con su muñeca de trapo y le acerca y aleja un palo a la boca, como si le estuviera dando de comer. Antonio, con sus cuatro años, corre de un sitio a otro, desparece por la esquina donde se extiende el huerto, regresa hasta tocar con la mano la esquina que da a la carretera y repite el mismo recorrido una y otra vez. Modesta, su mujer, está sentada en una silla y tiene en brazos a la pequeña de apenas cuatro meses.

Los tacones de los pistoleros de falange golpean los escalones que terminan junto a la puerta de su celda. Gritan algo que él escucha de lejos, porque está inmerso en esa imagen que le salva del pánico que siente ante lo que va a significar su muerte para la familia.

Se ve sentado junto a ella, en el escalón de la puerta y de repente la mira, sonríe y siente una felicidad que nunca pensó que viviría cuando siendo un joven emigrante pensaba que la angustia con la que llega primero a Buenos Aires y luego a Nueva York iba a acompañarle toda la vida. En ese momento ella gira el cuerpo, apoya a la pequeña sobre sus piernas y estira el brazo para acariciarle el cabello.

Alguien tironea de su brazo pero él no quiere separarse de ese olor, como si hubiera encontrado en él un anclaje con la vida. Mira cómo llora el maricón este.

Descuelga sus brazos y cierra la mano fuertemente, porque quiere guardar ese olor para el momento en que se despida definitivamente de la vida. Mira la fila de detenidos y los ve igual de temblorosos que él. Ahí está Miguel, el madrileño, apoyado en la pared cuando se miran a los ojos para confirmar que no tienen derecho a la esperanza. Delante de él está Leopoldo, el más entero de todos, casi desafiante.

A culatazos y empujones los dirigen como a un rebaño hacia la puerta de salida. Antes de atravesarla los detienen y les atan las manos para que no den sorpresas, para que no se anden con fantasías o intenten cosas raras. Él sostiene su puño cerrado, no quiere que el aire o algo que roce le robe esas últimas partículas de olor. El falangista que le anuda la cuerda en las muñecas le grita que abra la mano y él se resiste, pero entonces otro llega por detrás y le da un culatazo de fusil en los nudillos y aunque podría seguir aguantando la abre y la cierra el tiempo justo para que vean que no esconde nada.

Antes de salir del ayuntamiento que ahora es un cuartel ve en un rincón a Camilo, el primo de su mujer. Lo mira y no busca en sus ojos compasión o algo de ayuda. Lo mira como a un ser humano impasible, inmutable cuando ve salir a catorce hombres. Civiles, que no han tomado las armas como ellos, camino de cualquier cuneta.

Los obligan a subir al camión a empujones, mientras alguno de los falangistas bala para hacer un chiste y compararlos con un rebaño de ovejas. Leopoldo se encara con uno de los pistoleros, les dice que están a punto de dejar más de veinte niños huérfanos en el pueblo, que se caga en Dios y en su glorioso alzamiento y entonces el que parece mandar en el grupo de pistoleros se abre paso entre todos, le agarra el pelo y le sube al camión pidiendo que al gallito ese se lo dejen a él.

Cierran la lona del camión y se suben a un coche. Oyen cómo arranca el motor y notan sus faros como los siguen a la salida del pueblo. Guardan unos minutos de silencio hasta que Leopoldo habla y dice que no pueden dejarse matar, que cuando se detenga el camión tienen que correr, tienen que empujarlos y salir a la oscuridad como sea, aunque se caigan, aunque se choquen con un árbol, aunque se precipiten por un barranco; cualquier cosa antes de que estos cabrones nos maten con las manos atadas.

Él continúa con el puño cerrado, fuertemente, protegiendo el pliegue de piel en el que se encuentra el punto más intenso de olor de la colonia familiar. Teme que el sudor frío del miedo altere ese olor de la colonia familiar pero hace mucho frío y ya no suda. Está concentrado en su mano, en esa imagen familiar, en dejar de sentir el frío de esa noche de mediados de octubre, en no imaginarse a sí mismo arrodillado en una cuneta recibiendo un disparo en la sien.

Por los giros del camión intentan adivinar el recorrido que hacen para saber hacia dónde los están conduciendo. Hasta ahora saben que se acercan a la carretera de Cacabelos y que se desplazan por ella. Veinte minutos después notan que el sonido del motor vuelve a rebotar en paredes porque lo escuchan con más nitidez. Y de pronto el vehículo frena, sus cuerpos se inclinan en los asientos hacia la cabina hasta que se detiene.

Los pistoleros bajan del coche. El jefe grita a alguno de ellos que vigile la parte de atrás y entonces escuchan cómo alguien golpea lo que parece la puerta de una casa y grita que abran. Se repiten los golpes hasta que se escucha como alguien retira la retranca y se abre. Entonces gritan el nombre de un hombre pero la que contesta es una mujer. Le dan la orden de que salga su marido y ella dice que no está. Pero entonces dicen que si no sale igual se llevan a alguien más y con la sordina de la distancia se escucha la voz de un hombre que grita ya salgo.

La mujer pide que le dejen llevar el abrigo y alguien le responde con sorna que luego vuelven a recogerlo. La lona del camión comienza a moverse porque alguien opera en ella hasta que se abre y entra un hombre en ropa interior que se asusta cuando contempla todas sus caras sembradas de pánico.

De nuevo el camión arranca y el silencio se instala entre ellos. Algunos saludan al recién llegado por su nombre, lo dicen como un susurro, como si quisieran respetar los pensamientos que cada uno maneja, los recuerdos que visita, la despedida mental que todos tienen que elaborar de sus seres queridos.

Unos cuarenta minutos después el camión se detiene de nuevo y en ese momento escuchan cómo los falangistas que descienden del coche son recibidos alegremente por otros hombres que les agradecen que vayan a "quitarles el muerto de encima". Es el hijo de un guardia civil y si lo hiciéramos nosotros nos traería problemas.

De nuevo la lona se abre y todos miran al recién llegado, al que nadie parece conocer, al menos visto con el leve reflejo que permite adivinar el perfil de su rostro. Se sienta al fondo y saluda a los que tiene más cerca.

Apenas dos minutos después de haber vuelto a ponerse en marcha el camión se detiene. Esa vez baja el conductor y del coche de los pistoleros no se oye nada. Después de dar dos golpes en una puerta se oye la voz de un hombre al que saluda y le dice que llene el depósito. Se escucha cómo el operario de la gasolinera quita la tapa y entonces el último que ha subido al camión se acerca a la lona y lo saluda por su nombre y le dice que es el hijo de Falagán, que van un grupo de hombres a matarlos, que no han hecho nada, que son todos civiles, desarmados, padres de familia, gente inocente y que cuente lo que les han hecho.

El trabajador de la gasolinera carga el combustible lentamente y le pide que le digan su nombre y de dónde son, por si puede despedirles de sus familias. Uno a uno se acercan al inicio del remolque, susurran sus nombres, sus apellidos, el pueblo del que vienen y el número de hijos que tienen. El trabajador tose cuando quedan dos nombres por susurrarle y avisa de que regresa el conductor del camión y de nuevo el silencio se instala en el interior del remolque.

En ese momento se abre la puerta del coche y alguien le grita al gasolinero que si mete las narices donde no debe que igual también se lo llevan a él de viaje.El chófer se asoma por la ventanilla y hace un gesto para decirles que es de fiar. Entonces el falangista grita que se acabaron las paradas y que adelante.

Cuando el camión sale de Ponferrada ya han perdido las referencias que les permitían saber hacia dónde los llevan. Entonces Leopoldo le pregunta si tiene algo en la mano y él responde que un recuerdo. Le anima a escapar cuando bajen del camión pero él no se ve con fuerzas y le dice que no piensa intentarlo.

Recuerda la de veces que le dijeron que se fuera del pueblo, que en algún momento ya no podría pagar el dinero que le pedían semanalmente y sería su turno, que han sido implacables, que cuando Suárez el médico pide que le lleven a él por salvar a su hijo, agarran al hijo y se lo llevan y lo hacen desaparecer. Se lo dijo Bernardo, que tienes familia en Argentina y en Estados Unidos, que te vayas, al menos hasta que esto se calme y vuelvan a los cuarteles pero él piensa que como conoce al jefe de los falangistas está protegido.

(64 AÑOS EN UNA CUNETA, 25 DE ELLOS EN DEMOCRACIA, POR QUERER HIJOS ALFABETIZADOS Y ESCUELAS SIN SACERDOTES. BAJO UN MANTO DE IMPUNIDAD. MODESTA SANTÍN MURIÓ ENVUELTA EN SILENCIO, DOS AÑOS ANTES DE QUE UN GRUPO DE ARQUEÓLOGOS EXHUMARA LA FOSA DE TRECE CIVILES QUE MURIERON DE SUEÑOS. QUÉ TERRIBLE VIVIR EN UN PAÍS EN EL QUE ASESINAN SUEÑOS).