diumenge, 11 de gener del 2015

Manuel Fernández: Morir de pie en la alborada de la dignidad


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domingo, 11 de enero de 2015


Manuel Fernández: Morir de pie en la alborada de la dignidad

Al periodista de Lanzarote lo trajeron con los brazos atados a la espalda en el correíllo, varios presos lo acompañaban, Pedro Balba de Haría, Juanito Macías de Teguise y Toño Castillo sindicalista de Arrecife. El traslado desde el muelle fue rápido, una noche entera en el oxidado y viejo barco, donde no les habían permitido hacer sus necesidades, se las habían hecho encima.

Fue terrible cuando los detuvieron, como los sacaron de sus casas aquella madrugada, los gritos y llantos de sus mujeres, de sus hijos, de sus madres, llevándolos a golpes hasta el cuartel de la capital, donde los torturaron durante un día entero, tratando de descubrir nuevos nombres, gente afiliada a cada sindicato, a los partidos que integraban el Frente Popular, para al anochecer llevarlos al muelle pesquero, encerrándolos en aquella bodega inmunda en absoluta oscuridad, sin ventilación, repleta de carga, de olores nauseabundos.

Traían la boca seca, el salitre impregnaba su piel, llegaron en menos de media hora al campo de concentración de La Isleta en Las Palmas de Gran Canaria, les esperaba el Teniente Lázaro, conocido por su inmensa crueldad, por el maltrato constante que infligía a los más de dos mil presos republicanos, que todavía pasaban los días en aquel infierno franquista, donde las muertes por tortura y enfermedades infecciosas eran constantes.

Nada más bajar a Fernández del “camión de la carne” el teniente se le encaró, se le acerco tanto que casi le podía oler el aliento a ron de caña y tabaco. El periodista lo miró fijamente y el teniente chusquero le metió un cabezazo sin decir nada. El periodista no cayó al suelo, se mantuvo en sus casi dos metros de altura, su musculoso cuerpo, manteniendo la vista en los ojos del militar fascista, la nariz le sangraba copiosamente. Lázaro por un momento tuvo miedo al ver que el intelectual conejero no se inmutaba ante sus insultos: “Hijo de la gran puta, rojo de mierda ¿Te creías que te ibas a quedar sin condena con todo lo que escribiste sobre nuestro general Mola? Vas a pagarlas todas juntas malnacido”.

La camisa blanca de Manuel ensangrentada, los músculos de sus brazos vibraban atados, temblaban de rabia, su barba de varios días sin afeitar brillaba de sudor, la sangre seguía brotando por su nariz destrozada, sus ojos lloraban en silencio, un gesto de dignidad ante los gritos del teniente Lázaro, que inmediatamente ordenó a varios cabos de vara que lo agarraran y lo arrodillaran.

Los cuatro traidores lo redujeron de un golpe en la cabeza con la pinga de buey, obligándolo a arrodillarse, lo ataron con más cuerdas de pitera con los brazos a la espalda, no estaban seguros por la fortaleza del reo que pudiera soltarse. Lázaro se acercó y le dio una patada en la cara, otra en el estómago, mientras Fernández resoplaba y sudaba, sin quitarle la mirada al militar falangista.

El sargento Bombín, un niño rico, hijo del teniente coronel que firmaba las sentencias de muerte en los consejos de guerra, trajo el embudo y la botella de cristal con el líquido negro, entre varios en el mismo patio del campo de concentración le metieron el artefacto de cocina hasta la garganta, obligándolo a tragar aquel veneno inmundo.

Manuel notaba el mal sabor, como le quemaba la garganta, el estómago se le hinchaba. El militar ordenó que le dieran con la pinga de buey, los cinco vendidos comenzaron a golpearle, eran palos, una porra de madera. Manuel se levantó en un esfuerzo titánico, los cobardes retrocedieron al pensar que se había soltado, pero seguía atado, se incorporó, se asentó sobre el suelo ensangrentado con sus piernas fuertes. Miraba a los fascistas, no decía nada, era el único que había aguantado la tortura el día anterior, no había dado ningún nombre, ningún dato de sus camaradas, solo callaba, silenciaba el ambiente entre golpes y el teniente ordenó recrudecer la paliza, la sangre inundaba todo hasta las ropas de los franquistas.

Domingo Valencia de solo 16 años miraba desde el otro lado del campo, recogía la basura y veía a aquel hombre alto que no conocía, observaba su dignidad, su asombrosa valentía ante los golpes. Vio como el temido teniente le dio una patada en los testículos, como los cabos de vara seguían golpeando y el sargento bombín le daba un golpe en la cabeza con la culata del fusil.
El chiquillo comunista vio como Manuel cerraba los ojos, como respiraba profundamente, manteniendo su cuerpo destrozado, hasta que tuvieron que parar los golpes, Fernández no respiraba, pero se mantenía de pie, no sabían cómo, pero de alguna forma su cara ensangrentada mantenía un gesto de dignidad, de pureza, de belleza moral, mientras se le marchaba la vida con la cabeza destrozada, sin casi ropa, la carne destrozada por la brutal pinga de buey.

Los presos no se creían lo que veían, paralizados no decían nada, los falangistas miraban asombrados aquel cuerpo inanimado que lentamente caía al suelo, ni siquiera se atrevían a llevarlo al camión con el resto de los asesinados, les daba miedo que de repente despertara como de un sueño, que los golpeara con ese rostro de claridad.

Lázaro con el uniforme lleno de sangre se fue directo a la sala de oficiales, no dijo más nada, como amansado, allí lo esperaba el capellán de artillería, el cura con sotana y pistola al cinto que daba los tiros de gracia en los fusilamientos, que también había observado el asesinato de Manuel. Se cruzaron la mirada, no dijeron nada, solo abrieron la botella de ron de caña y se sirvieron en dos vasos pequeños, tomaron de un trago el ardiente licor mirando por la ventana anonadados, viendo como entre cuatro presos metían el cuerpo de Manuel en el “camión de la carne”, llevando los cuerpos de los siete hombres a la fosa común del cementerio de Las Palmas.

Una especie de viento leve sonaba entre las montañas volcánicas de La Isleta, la presencia de algo tenue, misterioso, recorrió pieles erizadas en la penumbra de la tarde.

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Escenificación del asesinato de Manuel Fernández, en el documental
 "La memoria Interior", interpretado por el actor Iriome del Toro

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MANUEL FERNÁNDEZ: MORIR DE PIE EN LA ALBORADA DE LA DIGNIDAD
Al periodista de Lanzarote lo trajeron con los brazos atados a la espalda en el correíllo, varios presos lo acompañaban, Pedro Balba de Haría, Juanito Macías de Teguise y Toño Castillo sindicalista de Arrecife. El traslado desde el muelle fue rápido, una noche entera en el oxidado y viejo barco, donde no les habían permitido hacer sus necesidades, se las habían hecho encima.
Fue terrible cuando los detuvieron, como los sacaron de sus casas aquella madrugada, los gritos y llantos de sus mujeres, de sus hijos, de sus madres, llevándolos a golpes hasta el cuartel de la capital, donde los torturaron durante un día entero, tratando de descubrir nuevos nombres, gente afiliada a cada sindicato, a los partidos que integraban el Frente Popular, para al anochecer llevarlos al muelle pesquero, encerrándolos en aquella bodega inmunda en absoluta oscuridad, sin ventilación, repleta de carga, de olores nauseabundos.
Traían la boca seca, el salitre impregnaba su piel, llegaron en menos de media hora al campo de concentración de La Isleta en Las Palmas de Gran Canaria, les esperaba el Teniente Lázaro, conocido por su inmensa crueldad, por el maltrato constante que infligía a los más de dos mil presos republicanos, que todavía pasaban los días en aquel infierno franquista, donde las muertes por tortura y enfermedades infecciosas eran constantes.
Nada más bajar a Fernández del “camión de la carne” el teniente se le encaró, se le acerco tanto que casi le podía oler el aliento a ron de caña y tabaco. El periodista lo miró fijamente y el teniente chusquero le metió un cabezazo sin decir nada. El periodista no cayó al suelo, se mantuvo en sus casi dos metros de altura, su musculoso cuerpo, manteniendo la vista en los ojos del militar fascista, la nariz le sangraba copiosamente. Lázaro por un momento tuvo miedo al ver que el intelectual conejero no se inmutaba ante sus insultos: “Hijo de la gran puta, rojo de mierda ¿Te creías que te ibas a quedar sin condena con todo lo que escribiste sobre nuestro general Mola? Vas a pagarlas todas juntas malnacido”.
La camisa blanca de Manuel ensangrentada, los músculos de sus brazos vibraban atados, temblaban de rabia, su barba de varios días sin afeitar brillaba de sudor, la sangre seguía brotando por su nariz destrozada, sus ojos lloraban en silencio, un gesto de dignidad ante los gritos del teniente Lázaro, que inmediatamente ordenó a varios cabos de vara que lo agarraran y lo arrodillaran.
Los cuatro traidores lo redujeron de un golpe en la cabeza con la pinga de buey, obligándolo a arrodillarse, lo ataron con más cuerdas de pitera con los brazos a la espalda, no estaban seguros por la fortaleza del reo que pudiera soltarse. Lázaro se acercó y le dio una patada en la cara, otra en el estómago, mientras Fernández resoplaba y sudaba, sin quitarle la mirada al militar falangista.
El sargento Bombín, un niño rico, hijo del teniente coronel que firmaba las sentencias de muerte en los consejos de guerra, trajo el embudo y la botella de cristal con el líquido negro, entre varios en el mismo patio del campo de concentración le metieron el artefacto de cocina hasta la garganta, obligándolo a tragar aquel veneno inmundo.
Manuel notaba el mal sabor, como le quemaba la garganta, el estómago se le hinchaba. El militar ordenó que le dieran con la pinga de buey, los cinco vendidos comenzaron a golpearle, eran palos, una porra de madera. Manuel se levantó en un esfuerzo titánico, los cobardes retrocedieron al pensar que se había soltado, pero seguía atado, se incorporó, se asentó sobre el suelo ensangrentado con sus piernas fuertes. Miraba a los fascistas, no decía nada, era el único que había aguantado la tortura el día anterior, no había dado ningún nombre, ningún dato de sus camaradas, solo callaba, silenciaba el ambiente entre golpes y el teniente ordenó recrudecer la paliza, la sangre inundaba todo hasta las ropas de los franquistas.
Domingo Valencia de solo 16 años miraba desde el otro lado del campo, recogía la basura y veía a aquel hombre alto que no conocía, observaba su dignidad, su asombrosa valentía ante los golpes. Vio como el temido teniente le dio una patada en los testículos, como los cabos de vara seguían golpeando y el sargento bombín le daba un golpe en la cabeza con la culata del fusil.
El chiquillo comunista vio como Manuel cerraba los ojos, como respiraba profundamente, manteniendo su cuerpo destrozado, hasta que tuvieron que parar los golpes, Fernández no respiraba, pero se mantenía de pie, no sabían cómo, pero de alguna forma su cara ensangrentada mantenía un gesto de dignidad, de pureza, de belleza moral, mientras se le marchaba la vida con la cabeza destrozada, sin casi ropa, la carne destrozada por la brutal pinga de buey.
Los presos no se creían lo que veían, paralizados no decían nada, los falangistas miraban asombrados aquel cuerpo inanimado que lentamente caía al suelo, ni siquiera se atrevían a llevarlo al camión con el resto de los asesinados, les daba miedo que de repente despertara como de un sueño, que los golpeara con ese rostro de claridad.
Lázaro con el uniforme lleno de sangre se fue directo a la sala de oficiales, no dijo más nada, como amansado, allí lo esperaba el capellán de artillería, el cura con sotana y pistola al cinto que daba los tiros de gracia en los fusilamientos, que también había observado el asesinato de Manuel. Se cruzaron la mirada, no dijeron nada, solo abrieron la botella de ron de caña y se sirvieron en dos vasos pequeños, tomaron de un trago el ardiente licor mirando por la ventana anonadados, viendo como entre cuatro presos metían el cuerpo de Manuel en el “camión de la carne”, llevando los cuerpos de los siete hombres a la fosa común del cementerio de Las Palmas.
Una especie de viento leve sonaba entre las montañas volcánicas de La Isleta, la presencia de algo tenue, misterioso, recorrió pieles erizadas en la penumbra de la tarde.
Imagen: Escenificación del asesinato de Manuel Fernández, en el documental "La memoria Interior" de Carlos Reyes Lima, interpretado por el actor Iriome del Toro.